Si cuando lees esto, todavía hay luz natural, estarás compartiendo este momento con
cientos de miles de personas que se dedican a la recolección de la aceituna para
aceite.

Siguiendo su ritmo, centenares de almazaras no dejan de moler el mismo fruto
que ellos cogen; extrayendo una grasa vegetal liquida -cuando el frio no la solidifica- de
indudable valor nutricional e indispensable hoy todavía en muchos lugares para
mantener los cuerpos calientes.
Son las mujeres y hombres del campo que están ahora vareando, extendiendo “los
toldos” o las redes, golpeando de forma precisa al más noble de los árboles
mediterráneos
para que deje caer sus huesudos frutos al suelo. Unidas por millones,
estas aceitunas darán miles de litros de aceite.

Aunque hoy, el trabajo del aceitunero este parcialmente mecanizado (según regiones)
con pértigas vibrantes e incluso con tractores equipados con grandes paraguas que
recogen toda la carga de un árbol en menos de un minuto, el trabajo es duro.
Muy atrás quedan los molinos en los que enormes piedras arrastradas por tracción
animal
aplastaban las aceitunas hasta hacer una pulpa pastosa que más tarde el
esparto, la prensa y el calor se encargarían de transformar en aceite, ya casi a punto de
ser utilizado.
Almazaras que hoy son de acero inoxidable con pulsadores de colores aquí y allá,
cintas transportadoras, detectores, pistones, zumbadores. Pequeñas industrias
equipadas de mucho ruido de motores
, que solo las molineras saben después de
pasarse 8 o 9 horas controlando el proceso.

Mientras en el campo, los sonidos otrora eran primordialmente de varas chocando con
ramas y el consiguiente desgranado del fruto contra el suelo, junto con la conversación
de la colla y algún cante que aliviara los dolores de la postura y el frio. Hoy, tanto en el
primario campo, como el secundario molino, hablan las máquinas y las
pantallas, mientras que el hombre calla y trabaja
o trabaja y calla, ante un progreso que
no admite replica ni duda.
Sin embargo, tanta tecnología alivia poco el trabajo de las aceituneras que empiezan la
jornada con temperaturas bajo cero, pisando la escarcha y la terminan con frecuencia
a más de 20 grados a la sombra. El aceitunero esta al sol, al viento, a la niebla, mirando
las ramas cargadas de olivas, procurando hacerlas caer sin hacer una destroza en el
árbol que pudiera comprometer la siguiente cosecha. Expuestos a la intemperie por 7
u 8 horas diarias.

Muy lejos de este escenario de sudor y fuerza, en esas mismas horas, unas sillas
acolchadas albergan centenares de traseros que con un mando a distancia pueden
controlar la temperatura ambiental de su entorno. Estas condiciones de confort
debieron ser las que animaron la creatividad de algunos dueños del marketing para
llegar a llamar al aceite de oliva virgen extra: AOVE.
Desde esos mismos asientos o cercanos se pone el precio al producto y se (des)regulan
los mercados. Sentadas en parecidas poltronas ergonómicas, a veces verdes, se dice
que el campo contamina y que gasta mucha agua y eso que fue desde esos mismas
“peceras” en donde se determinó que España sería un monocultivo de
olivos y vides, fertilizadas químicamente, puestas en regadío y fumigadas desde
avionetas.

Allá, tan lejos de aquí; en esos bloques de oficinas adictas al pladur, a las corbatas y a
la luz artificial se ideó también el mar de plástico almeriense y sin embargo hoy, sus
diseñadores o sus “herederos de silla” dicen que el campo usa mucho plástico. Lo
dicen sin pestañear, sin sonrojarse, mientras remueven sus cafés, orgullosas de que la
cucharita ya no es de plástico.
Ellos deciden que sus pantallas, sus coches, sus motos para salir a hacer curvas el finde,
sus gimnasios, sus aires acondicionados, sus terceras residencias… son tan inocuos
como sus -a menudo- abultados sueldos. Estos sueldos que deben servirles (en sueños)
para plantar árboles autóctonos, en lugar de para depredar el mundo con sus viajes
turísticos a tierras lejanas, sus yates, sus jets, y sus vicios.

No solo en la Península Ibérica se ganan su aceite, durante estos días; los agricultores y
los jornaleros de Italia, Grecia o Turquía también andan trajinando, aceitunas del
campo a la almazara. Sin embargo, hay un lugar importante históricamente para
nuestra cultura y la cultura del olivo, en donde la cosecha se está perdiendo, donde los
aceituneros no pueden salir a recolectar la aceituna.

No es por la sequía, son las bombas, es un ejército de hombres y mujeres que les
dispara, son aviones desde el aire bombardeando a familias enteras, a sus olivos, a sus
molinos y a los molineros.
Balas de un estado enloquecido contra todo lo palestino, un gobierno que quiere
acabar hasta con la paloma blanca de la paz que hoy no encuentra rama de olivo que
llevarse al pico,
ni olivo adonde posarse a observar tanta abominación. Hoy, en esa
parte del mediterráneo, el hilo de aceite que a diario brota de las almazaras de Europa
y Turquía es un hilo continuo de terror y de sangre inocente.